martes, 26 de enero de 2016

DÉCADAS 1960/1970

En marzo de 1960 comencé a trabajar como empleado de la Cooperativa de Electricidad que había sido formada un año antes con el objetivo de subsanar el déficit energético que afectaba a Venado Tuerto.

Los primeros días de marzo de 1960 me llamaron a trabajar desde la Cooperativa de electricidad, en cuya bolsa de trabajo me había anotado mi ex maestro de cuarto grado, Eduardo Cesáreo Marroquín, a la sazón empleado de la cooperativa. El 1º de marzo había cumplido 18 años y debí presentarme el jueves 4 de marzo a las 9 de la mañana.

Mi primer día laboral me tuve que presentar en la oficina que estaba en la vieja casona de calles Belgrano y Chacabuco (hoy óptica Martiarena) propiedad de los hermanos Macchiavelli, a la sazón principales accionistas de la ex Usina Popular S.A.

Ese día amaneció lluvioso, y enfundado en un piloto muy holgado de uno de mis hermanos mayores, partí en bicicleta a mi flamante trabajo. Por ser el primer día, tuve que presentarme a las 9 de la mañana, aunque el horario establecido era de 7 a 13 horas. A modo ilustrativo, debo decir que ese día dejé mi bicicleta apoyada en uno de los árboles de la vereda y allí quedó hasta las 13 horas en que terminaba la jornada laboral, sin que nadie la tocara. Ese clima pueblerino es el que hoy añoro de mí querido Venado Tuerto, libre de rejas y candados, contrariamente a como vivimos actualmente para resguardarnos de los amigos de lo ajeno.

Unos meses antes de ese mismo año mí hermana Patricia comenzó a trabajar en el Estudio del Dr. Adhemar Sarbach y el Escribano Alcides Perrier; y aunque ella hoy está jubilada, todavía sigue trabajando con el Dr. Carlos Martín, quien pasó a ser el titular del estudio después del fallecimiento del Dr. Sarbach y cuyo bufete todavía está en 25 de mayo 681.

Mi primera tarea en la cooperativa fue confeccionar las facturas de luz. En ese tiempo nos daban una carpeta con 240 planillas donde constaba el nombre y domicilio del usuario y el número del medidor, además estaban detallados mensualmente el consumo que registraba el medidor, anotábamos el registro actual y le descontábamos el del mes anterior, de ahí deducíamos el consumo mensual 

Esos 240 medidores debían ser registrados mensualmente por “el Toma Estado”, trabajo que realicé un tiempo después.

Para confeccionar los recibos teníamos que escribir el nombre y domicilio del usuario, luego con el estado del medidor anterior anotábamos el actual y deducíamos el resultado. La tarifa era escalonada, para eso nos dieron una tabla que puse frente a mí con escalas de 10 kW. Del uno al diez era una tarifa, del once a veinte otra y así sucesivamente. El importe total estaba en la misma tabla, con agregado de impuestos, de manera que lo único que hacíamos era copiar lo que la tabla nos indicaba. En ese tiempo los cobradores utilizaban una sola maquinita para sumar que era muy pequeña y a manija, porque las eléctricas todavía eran inalcanzables. Antes de tener esta maquinita, sumaban mentalmente toda la recaudación.

Años más tarde se contrató a una empresa que grababa en relieve sobre una chapita de 0,6 x 0,4 cm (aproximadamente) el nombre y la dirección del usuario, lo que nos ahorraba mucho tiempo. Esas chapitas las colocábamos en orden en un dispositivo de un armatoste de hierro (parecido a una plancha de tintorería) y cuando la accionábamos manualmente una por una, iba imprimiendo la boleta. Como había que golpear para que estampara el escrito en la factura, la máquina hacía un ruido que rompía la paciencia, por eso el trabajo se hacía en otra dependencia aparte o en horarios fuera de lo habitual.

Antes de cumplir el año me ascendieron y pasé a la categoría de “Toma Estado”. Era un trabajo hermoso. Además de andar todo el día en la calle, uno iba conociendo gente y lugares que jamás hubiera imaginado que existían. En el plantel administrativo había dos “toma estados”, y un mes uno hacía las carpetas pares y el otro las impares y al mes siguiente al revés. Esto permitía que cualquier error que hubiera en la lectura de los medidores fuera advertido más fácilmente. Cuando en un domicilio se registraba un exceso de consumo, debíamos llamar al abonado y comunicarle que se estaba gastando más corriente de lo habitual. Esto podría ser porque se agregó algún artefacto de mucho consumo (estufa eléctrica, aire acondicionado, freezer) o bien una pérdida de corriente en la instalación. De esa manera el usuario estaba advertido de la pérdida, que además de peligrosa, era un gasto que no redituaba ningún beneficio. Muchas veces se detectaron cables pelados que estaban en contacto a paredes con humedad, lo que era peligroso. Esto era muy común en casas precarias, de gente humilde.

A las trompadas

Hacía muy poco tiempo que había ingresado a la Cooperativa de electricidad, y todavía no entendía muy bien cómo era el mecanismo gremial/patronal, de manera que hubo algunos hechos que me sorprendieron por su impetuoso desarrollo, considerando mi condición novata.

En ese tiempo todavía no había auditoría externa, simplemente se hacían controles rutinarios entre el personal administrativo y cuando surgían diferencias entre la entrada y salida contable, entre el cajero y los cobradores, el contador tomaba cartas en el asunto y en conjunto se buscaban las diferencias. Sin dudas actualmente, con el avance de la tecnología, estos errores humanos son detectados y corregidos al instante. 

Un día surgió una diferencia y de inmediato se inició la tarea de control. Las horas pasaban y la diferencia no aparecía, entonces comenzó a inflarse el globo porque a medida que avanzaba el conteo se iban detectando irregularidades. Ante este panorama, el Consejo de Administración designó al estudio contable de Paulini y Dabove, para que efectuara la correspondiente auditoría. Efectuados los controles preliminares, se detectaron "errores" que hacían sospechar de una defraudación, razón por la que se procedió a la correspondiente presentación judicial.  Varios cayeron en la volteada, algunos inocentemente y otros por cubrirle la espalda a un compañero terminaron complicándose ellos mismos. Los que cayeron inocentemente adujeron seguir instrucciones de sus superiores sin saber que estaban incurriendo en encubrimiento, aunque la justicia consideró falta de mérito para sus despidos y unos años más tarde fueron reincorporados.

En ese intríngulis, se metió en el bolonqui el secretario del Consejo de Administración, que por razones obvias voy a llamar “el grandote” y que nada tenía que ver con la administración de la cooperativa, pero en este caso estaba para interiorizarse de la situación e informar al Consejo. 

Este personaje (que no era otra cosa que un vulgar alcahuete) estaba siempre husmeando y hablando al pedo todo el día entre el personal, contando cuentos y haciendo chistes, mientras vigilaba y cumplía con su tarea de correveidile. Sabía todo lo que pasaba en la oficina, quién llegaba tarde, quién habló por teléfono, quién fue al baño. En fin, todo el puterío de una oficina. Esa era su tarea además de rascarse las bolas todo el día.

El tipo había sido despedido del Banco Nación a raíz de la huelga bancaria del año 1959 durante el gobierno de Arturo Frondizi, en la que seis mil doscientos bancarios fueron cesanteados. Fue así como, mediante un acuerdo entre los gremios de Luz y Fuerza y Bancarios, el grandote consiguió este trabajo cuando se fundó la Cooperativa de Electricidad e incorporó nuevo personal administrativo. 

En esos días, y en pleno desarrollo de la auditoría, a través de los parlantes de Publicidad San Martín (hoy LT29 Radio Venado Tuerto), le hicieron un reportaje al secretario general del Sindicato de Luz y Fuerza Ricardo San Esteban. En esa entrevista, San Esteban trató de poner paños fríos al alboroto que se desató en la población ante el presunto desfalco, que todavía no había sido probado. Así, y muy sutilmente, dio a entender que los rumores podrían provenir desde de la misma cooperativa con la intención desacreditar al sindicato. De esa manera, sin nombrarlo, estaba apuntando “al grandote”. Por supuesto, estas aclaraciones estaban de más, pero como buen dirigente de izquierda, era redituable armar quilombo donde no lo había. 

El día siguiente amaneció lloviendo y San Esteban ingresó a los apuros por la puerta del frente de la oficina (Belgrano y Chacabuco), contrariando el habitual ingreso que hacíamos por calle Chacabuco. Apenas entró todo empapado, y mientras trataba de acomodarse, fue increpado ferozmente por el grandote que le propinó una trompada en pleno rostro. San Esteban tambaleó ante el ataque sorpresivo y comenzó a sangrar profusamente a raíz de un corte que le produjo el anillo del agresor. La sangre chorreando con el agua pintaba un panorama más trágico de lo que en realidad era, aunque no por eso menos desagradable. 

Ese día lo recuerdo como si fuera ayer. Nunca había presenciado un hecho de esta naturaleza. Bajeza y cobardía. Seguramente el grandote observó mi cara de reproche y tal vez escuchó algo que expresé en ese momento de confusión, porque desde ese día el muy sinvergüenza me apodó “Nikita Wallace”, en referencia a Nikita Kruschev, presidente de la URSS, que relacionaba a San Esteban con su militancia en el Partido Comunista. 

Más adelante, amigotes del grandote le tendieron una cama a San Esteban que fue imputado (no sé bajo qué cargo) en la causa del desfalco que originó el bolonqui. Por ello fue cesanteado hasta tanto se esclareciera su situación, lo que nunca ocurrió. A la vez se comenzó a fogonear una estrategia para expulsarlo del Sindicato de Luz y Fuerza.

Despedido de la Cooperativa y expulsado del sindicato, quedó a la deriva y se fue a vivir a la ciudad de Rosario. La pérdida del cargo en el gremio le costó el prestigio del que gozaba en el Partido Comunista, y según comentarios de la época, fue degradado.

En esos años aún existían resabios del estalinismo y San Esteban tenía mucho predominio en el partido, a tal punto que solicitó un mes de licencia sin goce de sueldo para emprender un periplo por la URSS y la República Popular China que organizó el partido. Cuando regresó de ese viaje, hablaba maravillas de los países comunistas, pero no convencía a nadie. Sobre estos “viajes de estudio y adoctrinamiento” que organizaba el PC recomiendo leer el libro de Jorge Sigal “El día que maté a mi padre”, en el que da cuenta en uno de sus capítulos, sobre su travesía por la URSS en el año 1970 cuando apenas tenía 17 años. [1]

Entre los compañeros de trabajo, a San Esteban, lo apodamos “El Panadero”, porque vivía hablando de la masa. Sus discursos eran repetitivos. Siempre comenzaba con los mártires de Chicago, para continuar fustigando a las botas y sotanas, a la Sociedad Rural y a los terratenientes, además de los ganaderos y latifundios y por supuesto a toda la "oligarquía". Una época perimida, pero no por ello menos complicada que la actual, donde todavía quedan resabios de esa cantinela repetitiva.

En cuanto al personaje en sí, al margen de su tozudez por querer imponer sus ideas políticas/partidarias por sobre los principios gremiales, el hombre era honesto. Esto es lo que más me dolió cuando le tendieron la cama. Recuerdo que este tema lo había conversado con mi viejo, quien me dijo que el hecho de que fuera comunista no era motivo para despedirlo y mucho menos si el hombre no había cometido ningún delito. 

Muchas personas complican su vida cuando se vuelven fanáticas. Eso fue lo que -a mi criterio- le pasó a San Esteban, se fanatizó tanto con su ideología que hartó a todos los afiliados del gremio, especialmente a los de Venado Tuerto, que no lograban voltearlo porque tenía el respaldo de la gran mayoría de los afiliados de los pueblos vecinos que lo apoyaban abiertamente, sin importarles su adhesión política, atento a que atendía sus reclamos.

El pedido de renuncia llegó a tal extremo que en una asamblea general hubo aprietes y llantos. Un afiliado que tenía los dedos como una morsa le dijo que si no renunciaba lo iba estrangular con "estos dos deditos", dijo alzando su mano y mostrando su índice y pulgar cual si fueran una pinza; en tanto otro lloraba y le pedía “por favor” que renunciara por su propio bien y el de todos los afiliados.

Creer o reventar, eran épocas de mucho ajetreo porque a medida que las pequeñas usinas de los pueblos se iban cerrando, la cooperativa iba absorbiendo a sus empleados, lo que implicaba una tracalada de negociaciones que, por manifestaciones de otros integrantes de la comisión gremial, San Esteban estaba descuidando con el sólo propósito de encarajinar las negociaciones que dificultaban los acuerdos. 

En medio de todo este berenjenal, se logró el objetivo y la cooperativa de Venado Tuerto surgió como una de las empresas mejor administradas de la provincia para orgullo de los venadenses que todavía hoy, cuentan con un servicio de buena calidad.

Servicio Militar

En enero del año 1963 me convocaron al servicio militar obligatorio, el que cumplí desde el 10 de febrero de 1963 hasta el 23 de marzo de 1964. Durante ese período tuve el privilegio de percibir el 50% de mis haberes, conquista del Sindicato de Luz y Fuerza y que no todos los gremios habían logrado.

El 10 de febrero me tuve que presentar a las 7 de la mañana en la estación de ferrocarril Rosario Norte y al primero que encontré apoyado en una de las columnas de la estación fue a Ramón Rodríguez, “El Turco”, que era de Sancti Spíritu y nos conocíamos del colegio. Cuando el turco me vio abrió los brazos se vino hacia mí y dijo: “¡Por fin encuentro un conocido!” Y a mí me pasaba lo mismo, porque de todos los conocidos de Venado, el único al que habían convocado primero fue a mí. Con el turco terminamos en la Escuela General Lemos de Campo de Mayo donde pasamos 13 meses y 13 días. 

En mi ausencia (1963/64), ingresó como gerente de la Cooperativa el Ingeniero José María Vieguer, a quien considero el hacedor de lo que es hoy la Cooperativa. Trabajador incansable, inteligente y apasionado por su trabajo. Siempre me pregunto si no ha sido injusta la comunidad de Venado Tuerto con este hombre. Nunca oí que se le haya hecho un reconocimiento a su labor. Creo que muy pocos tienen conocimiento de lo que significó planificar todo el servicio eléctrico, no sólo de Venado Tuerto, sino de toda la región. Los que lo sucedieron, tal vez hayan tenido que planificar la construcción de alguna que otra red, pero en aquél entonces no había nada de nada y, además, se instalaron nuevos grupos electrógenos, lo que requería estudio y preparación para su puesta en marcha. En noches de tormenta, estaba junto a los empleados y pendiente de todo lo que ocurría, manteniéndose comunicado con la guardia y las distintas cuadrillas desde su oficina. Hay que tener en cuenta que en aquellos años no existían los celulares y la cooperativa contaba con cuatro teléfonos: El de la gerencia, el de la administración, el de la guardia de reclamos y el de la planta generadora de electricidad, lo que se denominaba sala de máquinas. Por ese motivo, en plena tormenta, salía a recorrer los lugares donde se producían los desperfectos que dejaban sin luz a amplios sectores de la ciudad.

Durante un tiempo fui secretario de la gerencia, cargo que ocupé muy poco tiempo porque después, siguiendo la escala del personal administrativo, pasé al sector cobranzas; y al igual que el trabajo de toma estado, que se hacía puerta a puerta, conocí a mucha gente. Incluso iba a cobrar a las localidades de San Francisco, La Chispa y Miguel Torres. Un año reemplacé al cobrador de Maggiolo que se había tomado vacaciones. En 2014 fui a visitar esos lugares y prácticamente todos han progresado, aunque La Chispa que era un pueblito ordenado, lo encontré bastante abandonado. (El Ing. José María Vieguer, falleció el 24 de octubre de2023 a los 95 años.)

Billetes al viento

Un día de mucho viento, eran las doce cuarenta y cinco, más o menos, iba en bicicleta a hacer la rendición de lo recaudado, cuando en la intersección de calles Alvear y San Martín se me cayó la billetera. Era un día de mucho viento y los billetes comenzaron a volar por los aires, y los cheques quedaron en la billetera porque estaban doblados en un compartimento aparte. Los empleados del Banco Ganadero (hoy Banco Río) vieron lo que sucedía y uno de ellos de apellido Verón (un muchacho que fue locutor en los inicios de LT29) me ayudó a juntar los billetes junto a otras personas que circunstancialmente circulaban por el lugar (entre ellos don Chiapinotto, el de los mostachos de la fábrica de elásticos); y entramos al banco para acomodar lo rescatado. Como dije antes, el viento soplaba a lo loco y algunos billetes no se recuperaron. Tuve un faltante y las autoridades de la Cooperativa no me apercibieron, pero me dieron la oportunidad de reponer el dinero en dos o tres veces (no era una cantidad exagerada, pero para mí era mucho dinero). Fue entonces cuando mis compañeros hicieron una banca y me ayudaron a la reposición. De todos los cobradores hubo uno que se negó a colaborar, pero eso lo dejo de lado, las personas se conocen por sus actitudes. Recuerdo que quise de alguna manera recompensarlos por lo que habían hecho por mí, pagando un asado, pero mi amigo Armando Peppino me dijo: “Si pagás un asado para todos, te va a salir más caro que lo que perdiste”. De manera que el gesto solidario quedó simplemente en el agradecimiento, que hoy reitero en mis memorias. 

Computadora

A fines de 1966 fui comisionado junto con Héctor “Cacho” Aguilera a tomar lecciones para el manejo de una computadora IBM que la cooperativa había comprado a principios de ese año a una empresa canadiense que ya la había dado de baja por obsoleta; la compra se efectuó a través de los auditores del Estudio Contable Suez, Gurruchaga y Asociados que había ganado el concurso de auditoría.

Estos auditores, y los técnicos de IBM, comenzaban a cobrar sus honorarios a partir del momento que el colectivo partía desde la Estación Once, en Buenos Aires; y los auditores lo hacían en vehículos propios, pero igualmente cobraban sus honorarios como los de IBM que viajaban en colectivo. Se pagaban sumas siderales en honorarios, lo que inquietó al gremio, que cuestionó estos acuerdos tarifarios, considerando que en Venado Tuerto había profesionales idóneos para la auditoría. Años más tarde se priorizó a los postulantes locales.

La computadora contaba con tres cuerpos: La lectora, la perforadora e impresora. Aparte estaba la clasificadora de tarjetas. 

Primero había que cargar las tarjetas perforadas del mes anterior donde estaban los datos de cada abonado con el último estado registrado en el medidor (trabajo que hacía el toma estado mensualmente) Luego el operador digitaba el nuevo estado del medidor anotado por el operario, le daba enter y automáticamente la máquina comenzaba a hacer su trabajo hasta llegar a la impresión del recibo completo y perforar la nueva tarjeta para el mes próximo. Lo sorprendente era la celeridad de la máquina y la certeza de la operación. Si se producía algún inconveniente técnico, la máquina automáticamente se paralizaba, lo que indicaba que no avanzaba en la impresión de facturas que pudieran estar contaminadas.

Para instalar la máquina hubo que acondicionar una habitación especial con aire acondicionado para que las tarjetas no se humedecieran y se armó un equipo de trabajo transitorio de 6 operadores, 2 por turno (con acuerdo del gremio) para que se utilizara al máximo la máquina electrónica, dado que la facturación estaba atrasada 4 o 5 meses. Iniciábamos la jornada a las 5 de la mañana y nos retirábamos a las 19 divididos en tres turnos de 7 horas cada uno.

Al principio llevó mucho tiempo poner la máquina a punto. Fue muy complicado porque se estaba experimentando con los programas. También se utilizaban distintos paneles y seguramente al retirarlos y volverlos a colocar algo se salía de madre y se complicaba todo.

Algunas versiones decían que la máquina había sido golpeada accidentalmente en el puerto, motivo suficiente para que no arrancara de entrada teniendo en cuenta la sensibilidad de todo el sistema. Finalmente se logró poner los programas a punto y se comenzó a trabajar con normalidad, aunque cada tanto sufríamos algún tropiezo.

Creo que fue la primera computadora de esta amplitud que se instaló en Venado Tuerto, y por supuesto, hubo muchas críticas porque decían que suprimía personal, lo que resultó totalmente opuesto. A la máquina había que darle información y eso requería más gente y trabajo. Lo que tenía la máquina era la precisión. No había lugar a error matemático, contrariamente a los errores humanos que se detectaban en las facturas elaboradas a mano. 

Cuando se puso la facturación al día, debió acelerarse la cobranza, que en ese tiempo era domiciliaria. Ahí se complicó nuevamente. Muchos abonados comenzaron a protestar porque se pasaba a cobrar cada 20/25 días. De todas maneras, lentamente fue normalizándose y se estableció flexibilidad para el pago. Aunque, a decir verdad, los morosos eran siempre los mismos y algunos abonados cumplidores querían pagar adelantado, lo que no se podía hacer por razones de organización, mientras que los morosos, hacían sus reclamos a través de organizaciones sindicales, ya que en ese entonces había gobierno de facto (Onganía/Lanusse) y no funcionaban los congresos y por consiguiente no había Concejo Municipal.

Tengo un vago recuerdo de los técnicos de IBM. El jefe era un tal Mansilla, hablador al dope; era un tipo que andaba siempre de traje y corbata, pero de aspecto desaseado. Era el que conducía el curso de programación y en esos días su señora había tenido familia y el tipo se venía a las oficinas de IBM, que entonces estaban en Paseo Colón, cargando a la criatura con un moisés.

 Solía venir a reparar los desperfectos un tal Cardozo, un tipo de buena onda; suboficial retirado del ejército.  Del estudio de auditores venía un pibe a quien apodamos “bombachita de goma”, porque no se levantaba ni para orinar; un tal Guerra, rubio petiso, parecido a Ulises Dumont, que era la joda total. Siempre recuerdo que los tipos criticaban al personal de la cooperativa porque a las 13:01 minutos ya estaban marcando la tarjeta de salida. No sé qué pretendían, ¿que nos quedáramos a dormir en la cooperativa? El horario se cumplía estrictamente con las 7 horas corridas. Ellos estaban acostumbrados a otro ritmo de vida y aparentemente trabajaban sin horario y con remuneraciones mucho mayores.

Algunas anécdotas al paso

Un día me encontré con uno de los hermanos Nievas y recordábamos los tiempos de trabajo en la Cooperativa de Electricidad. Entre otras cosas le comenté que días pasados me había encontrado con Néstor País.  No pude seguir comentándole mi encuentro, porque se adelantó para decirme: “Pero si el petiso País se murió”. “No -le respondí- si estuve con él hace unos días, cuanto mucho un mes atrás”. Entonces el comentario siguió con que si había muerto o no. Yo seguía sosteniendo que aún estaba con vida. No obstante, unos días después pasé frente a la casa de Néstor y me encontré con su vecino, a quien impuse sobre lo que me habían informado. El vecino me dio la razón. Néstor estaba vivo, pero fue internado en un geriátrico porque necesitaba atención permanente. En consecuencia, seguía con vida. Moraleja: “Le prolongué la vida al petiso”.

A Nievas le quería comentar que cuando me encontré con Néstor, le había dicho que hacía unos días estaba mirando fotos viejas y me encontré con varias del gremio de Luz y Fuerza; entre ellas, una que fue tomada en una cena que se sirvió en el antiguo Club Central (hoy ISES) de calle Mitre.  En esa foto, de los 24 que estamos en ella, solamente quedamos 6 con vida: Vivas, Burgos, Latini, Otañe, País y yo. Los demás son finados. (Año 2017)

NOTA AÑO 2021: Néstor País falleció el 28 de abril de 2021 a los 86 años y Horacio Héctor Otañe el 18 de diciembre de 2018 a los 85 años. 

"Mi tía Brígida"

Un día me llamó a su oficina el gerente de la Cooperativa, el Ing. José María Vieguer. Era para preguntarme si la señora Brígida Kenny domiciliada en calle Casey 450 era mi tía, a lo que respondí que sí. Confirmado el parentesco, el gerente continuó: “Usted sabe que la señora ha venido a radicar una denuncia, diciendo que el cobrador le había arrebatado la cartera haciendo una maniobra que la hipnotizó; ella dijo que usted era su sobrino, pero no quería que le dijéramos nada sobre este hecho. El tema es que se trata de un asunto muy delicado y no sabemos qué actitud tomar, teniendo en cuenta que involucra a uno de los cobradores, cuya honestidad y corrección no está cuestionada. Entonces le dijimos que teníamos que labrar un acta que debía firmar; fue ahí cuando se puso de pie y dijo que ella no firmaría nada y se retiró”.

Demás está decir que el asunto me cayó para la m… Pero como ya sabíamos en el ambiente familiar que tía Brígida andaba a los tumbos con su sesera, respiré hondo y le pedí al gerente que por favor desestimara la denuncia porque la anciana no estaba en sus cabales.

Unos días antes en la carnicería del señor Musini que estaba en calle Belgrano y 9 de julio, había protagonizado un hecho similar. Cuando llegó el momento de pagar la compra, no encontraba el monedero y lo encaró a un cliente que estaba esperando ser atendido: “Usted me robó la cartera” le dijo increpándolo fuertemente. El hombre levantó los brazos sorprendido negando la acusación, entonces el dueño del negocio le pidió a mí tía que se fijara bien en el bolso donde tenía la mercadería mientras trataba de ayudarla, pero ella se opuso y en un aparte comenzó a hurgar por su cuenta entre la carne y la verdura, y allí encontró su cartera. La vieja estaba perdida, pero más que nada, vivía obsesionada con que todo el mundo quería robarle la plata. Finalmente pagó su cuenta y se retiró sin disculparse.

El tema del dinero entre los ancianos suele ser traumático, máxime cuando han sido estafados. Eso fue lo que le pasó a mi tía Brígida. Después del fallecimiento de su esposo (Bernardo Kenny, hermano de mi madre), y por "consejo" de sus sobrinos hijos de una de sus hermanas que vivían en Buenos Aires, se le antojó vender el campo (unas 80 hectáreas en el Distrito San Eduardo). Mis viejos hicieron lo imposible para que revirtiera su propósito, pero la palabra de sus sobrinos pesó más y la vieja vendió la propiedad a Don Luis Ferrari. La segunda embestida de mis viejos fue para que depositara el dinero en algún banco oficial, dado que la inflación la iba a dejar en la violeta. Pero ¡Oh sorpresa! la anciana invirtió su dinero en la financiera ONAPRI que en Venado Tuerto regenteaba el hermano de su vecina "Chola" Pando. Nunca admitió haber entregado su dinero en esa financiera, hasta que explotó la escandalosa estafa cuando la financiera presentó quiebra.

¿Por qué mi tía iba de compras al negocio del señor Musini, habiendo otros similares a la vuelta de su casa? La razón era muy sencilla, otra de las víctimas de la estafa fue don Spigariolo, un tano avaro que tenía su peluquería por calle Belgrano a 50 metros del negocio de Musini. El peluquero se había vuelto la voz cantante de los estafados y alborotó el avispero en Venado Tuerto y adonde iban los dolientes para consultar sobre los avances en la investigación. Demás está decir que jamás recobraron un centavo de lo invertido. Hubo muchos otros inversores que guardaron silencio, porque no convenía reclamar el lavado de dinero. Algo similar pasó muchos años después cuando el Obispo Mario Picci recibía dinero en negro para la mesa financiera que regenteaba su hermano en Buenos Aires.  Muchos fieles de comunión diaria se mandaron a guardar sin reclamar su dinero. Era la época propicia de la timba financiera, donde se inventaban secuestros extorsivos en medio del despelote que se había desatado entre guerrilleros y milicos. Entonces no se sabía cuál era un secuestro real y cual uno armado.

Volviendo a ONAPRI, los diarios de la época resaltaban que Venado Tuerto, entre otras, había sido la ciudad del interior mayor afectada por los estafadores.

Ver: "Affaire" ONAPRI: 22 de enero de 1963 https://youtu.be/MsL_KNfxPsc

De los Ordenanzas

Sin café

Cuando el cadete cumplió sus 18 años pasó a ser auxiliar de administración y entró en su lugar un empleado con el cargo de ordenanza. El cadete ejercía su trabajo con gran solvencia y cuando llegó el nuevo, lo puso al tanto de todas las tareas a su cargo, entre ellas, la de preparar el refrigerio que debía hacerse en dos tandas ya que había una sola cafetera eléctrica. En ese tiempo había que tener cuidado de no dejarla enchufada más de lo debido porque se evaporaba el agua y se fundía.

Una tarde se sintió un ruido extraño en la cocina y cuando entramos nos encontramos con la cafetera prácticamente desmantelada: pico y manija caídos sobre la mesada y la cafetera al rojo vivo. El flamante ordenanza se fue a hacer unas diligencias y dejó la cafetera enchufada para ir ganando tiempo. Resultado: el artefacto fundido y el personal sin refrigerio.

Con posteridad el hecho originó todo tipo de comentarios jocosos, porque el ordenanza, para zafar, no tuvo mejor idea que argumentar que “algún chistoso” le había enchufado la cafetera durante su ausencia para perjudicarlo. Un absurdo.

Tiempo después hubo ascensos y ocupó el cargo de ordenanza un empleado que, por razones de salud, pasó de la Planta Generadora a la Administración. Un día de mucho ajetreo, tenía que llevar unos cheques para que firmara el tesorero de la Cooperativa, socio y jefe de ingeniería técnica de la empresa Construcciones Metalúrgicas, que estaba ubicada a considerable distancia del centro de la ciudad.  Para “ganar tiempo” el empleado no tuvo mejor idea que hablarle por teléfono al tesorero y pedirle que se acercara hasta la administración para firmar los cheques. El ingeniero llegó al toque, pero lo hizo con una carga considerable de fastidio, porque debió dejar su trabajo para aliviarle la tarea al ordenanza. No merece comentar lo que sucedió después, pero sí recordar que el hecho originó un sinfín de comentarios y chistes a granel.

Herminio

Más adelante ocupó el cargo de ordenanza Herminio C., un personaje inolvidable. Herminio trabajaba en la sala de máquinas, pero, al producirse un corrimiento en la administración y atento a que tenía un problema en la visión, fue designado en ese puesto. Herminio carecía de visión en uno de sus ojos y por recomendación del oculista que lo atendía, debió implantarse un ojo de vidrio porque corría el riesgo de afectar la visión del ojo sano. Su carácter humorístico era muy especial. Observador de todo lo que ocurría a su alrededor, siempre tenía alguna anécdota para contar para regocijo de sus compañeros.  Al respecto, Herminio tenía una cualidad especial: sabía reírse de sí mismo. Cuando volvió a su actividad después de la cirugía, le preguntaron cómo se sentía, a lo que él respondió: “Me siento tan bien que pienso cambiarme el otro”. Así de espontáneo era su carácter. 

Otra de las características de Herminio era vestir siempre impecable. Su profesión era la de planchador tintorero, razón por la que su obsesión era estar siempre de punta en blanco. Al respecto nos contó que, un sábado por la tarde, se preparó para una visita a la casa de su novia. Ese día veraniego se prestaba para calzarse un buen traje blanco. De manera que, empilchado al mejor estilo tanguero, partió a la cita. Cuando pasaba frente a un campamento de obreros telefónicos que en los años 50 se había instalado en el baldío arbolado de calle Uruguay y 3 de febrero, uno de los vagos allí reunidos en cueros tomando mate bajo la sombra de árboles frondosos, apenas esbozó un “¡Heladero!”, una cargada suficiente para que Herminio se volviera dispuesto a enfrentar al pícaro bromista. Cuando llegó frente al grupo arrugó y sólo atinó a decirles: “¿Me convidan con un mate?”

En ese breve trayecto, mientras cruzaba la calle de tierra, analizó la situación, y dice que pensó: ¿Vale la pena enojarse por una broma? Según su relato llegó tarde a la cita porque se quedó charlando con los muchachos telefónicos que se divirtieron con sus ocurrencias y desde ese día cada vez que pasaba frente al campamento hacía un alto para conversar y tomarse unos mates.

Del secretario del Consejo de Administración

Auto convocatoria

La Coop. de Electricidad de Venado Tuerto era el centro de las reuniones que periódicamente organizaba la FESCOE (Federación de cooperativas de Electricidad, Obras y Servicios Públicos Ltda.) y las convocatorias se hacían a través de la secretaría del Consejo de Administración. En cierta ocasión el ordenanza comentó que el secretario del Consejo había enviado en varias oportunidades una invitación a la cooperativa de Venado Tuerto (ergo: se autoconvocaba). Esto quedó al descubierto cuando retiró la correspondencia de la casilla de correos y se encontró con un sobre con membrete de la cooperativa. Primero pensó que era una carta devuelta, pero cuando hizo entrega de la correspondencia, el gerente comprobó la equivocación. De ahí que el ordenanza, que era muy bicho y se prendía en todas las bromas, comentó el hecho entre sus compañeros. El resto del personal -que tampoco se quedaba atrás- tomó el asunto para jugarle una broma al secretario, que presumía tener un mayor intelecto que el resto del personal, el equivalente a un burócrata “sabelotodo”. Sin perder tiempo los vagos redactaron una nota de apercibimiento con la firma truchada y el sello del gerente cuyo texto decía algo así como “por causarle gastos innecesarios a la cooperativa debido a su inoperancia se lo sanciona con...” y le dejaron el sobre en el escritorio. Todos estaban expectantes esperando que el sabiondo llegara a la oficina y se ubicara en el escritorio. Cuando el tipo llegó, lo primero que hizo fue abrir la carta, le dio una rápida mirada y se puso blanco como un papel. Miraba para todos lados como buscando ayuda, estaba desorientado, y al toque entró en pánico. Comenzó a gritar incoherencias ¡No dejaba de putear! Se había vuelto totalmente loco. Quería hablar con el gerente -que todavía no había llegado- para hacer su defensa. Tras largos cabildeos sin éxito, lograron arrebatarle la carta y destruirla antes que llegara el gerente mientras continuaban intentando explicarle que se trataba nada más que de una broma entre compañeros. ¡Qué quilombo se armó! A tal punto que los autores de la broma estaban desesperados porque no imaginaron semejante reacción. No había manera de calmarlo mientras los minutos volaban y el gerente llegaría en cualquier momento. Ante el panorama, una de las damas le dio un tranquilizante con un vaso de agua y medianamente se calmó. Estaba totalmente KO. Desde ese día su comportamiento cambió radicalmente con el resto del personal. Dejó de lado su presumida infalibilidad y pasó a ser uno más del plantel administrativo. En cuanto a los bromistas, no la pasaron muy bien, porque nunca esperaron semejante resistencia. Más tarde se enteraron de que el hombre había estado internado por su adicción alcohólica y que estaba en tratamiento psicofármaco. 

Este relato lo hago en tercera persona porque no participé de la broma, sino que presencié el despelote desde afuera porque en ese tiempo era cobrador y solamente estaba en la oficina cuando se rendía la recaudación.

 De los Guardia/Reclamos

Corte de luz

Era una noche de pleno verano, cuando Pedro P. estaba a punto de disfrutar de la cena y se cortó la luz. El problema estaba en la casilla ubicada en la Escuela Fiscal 496 de calle Casey, a escasas 5 cuadras de su casa de Rivadavia entre Tucumán y 3 de febrero.

Pedro había entrado a trabajar a la usina muy jovencito y conocía muy bien el sistema operativo de la cooperativa, especialmente en la sección de guardia reclamos. Llegar a la guardia indicaba que ya había pasado los primeros escalones desde su ingreso cuando comenzó haciendo pozos para las palmeras del cableado, treparse por las escaleras hasta la red, cambiar lámparas del alumbrado público, reponer fusibles domiciliarios, además de otras contingencias inherentes al servicio eléctrico. Ahora atendía la guardia de reclamos. Durante el día había habido cortes de luz en distintos sectores de la ciudad, propios de la época estival, de manera que para Pedro no era novedad. Esa noche quería cenar con luz mientras escuchaba el “Glostora Tango Club”, de manera que se calzó la camisa, montó su bicicleta y llave en mano, se fue hasta la casilla de calle Casey. Allí bajó la palanca y volvió para disfrutar de su cena con luz y escuchando tangos. Los vecinos agradecidos.

Pero el tema no terminó ahí. A unas cuadras del mismo sector, el guardia de turno estaba a punto de arreglar el desperfecto, pero no alcanzó a llegar hasta la red porque súbitamente las luces se encendieron. Preocupado y con un cagazo de aquellos, el guardia se fue hasta la casilla y se encontró con que “alguien” había reconectado el fusible de la estación transformadora. El hombre se salvó de electrocutarse. La imprudencia y el ufanarse de saber más allá de sus obligaciones, puso en peligro la vida de una persona. En este caso, los únicos que manejaban el sistema eran los que estaban de guardia, pero Pedro quiso hacer mérito por cuenta propia, lo que pudo haber originado un desastre. Demás está decir que la sanción fue muy severa y que el gremio no hizo ningún cuestionamiento, a pesar del pedido de algunos que querían evitar la sanción.

Pedro era así de desorejado. Le gustaba hacer discursos elocuentes sobre cualquier tema y donde fuere, no tenía límites. Era un libro abierto utilizando un léxico errático, aplicando palabras grandilocuentes que lejos estaban de encajar en su discurso; hacía encendidas defensas de los trabajadores repitiendo permanentemente el mismo slogan, copia fiel de algunas expresiones vertidas por Perón o Ricardo San Esteban, militante del PC y secretario general del Sindicato de Luz y Fuerza. Pero de nada le valían. Seguía siendo el mismo Pedro P.

En las asambleas anuales de la Cooperativa había que anotarse para hacer uso de la palabra y cuando desde la mesa que dirigía la reunión le cedían la palabra, se oía un murmullo general en toda la sala porque había que ser muy macho para aguantarse quince o veinte minutos de matraca, que comenzaba en un punto, pero nunca se sabía dónde iba a terminar.

Hasta hace algunos años, se comunicaba por teléfono a un programa pedorro de una radio local que se trasmitía los domingos. Digo pedorro porque hay que serlo para darle tanto espacio a una persona que no tenía la capacidad para estar saliendo al aire diciendo incoherencias. Aparentemente, por lo que me dijeron, lo hacían para divertirse, lo que, por cierto, era de muy mal gusto.

La última vez que lo crucé a Pedro, era ayudado por otras personas para caminar. Estaba muy mal de salud.

“El Hornero” el boliche del “Pepe"

Un viernes a la noche se organizó la despedida de soltero de un compañero de trabajo, y por supuesto, allí estuvimos todos para el festejo. Si había farra, no importaba de qué sector era el agasajado; allí estábamos todos listos para pasar un buen rato entre amigos. Sobre las despedidas o cumpleaños hay infinidad de anécdotas, porque salir de joda los viernes era un clásico, aunque algunas terminaran más accidentadas que otras.

La noche de esta despedida, después de cenar y ya entrada la noche, nos fuimos a conocer un nuevo piringundín (de aquellos que llamábamos “cabaré” aunque lo menos que tenía era de un cabaré) donde tomamos las últimas copas mientras escuchábamos música y presenciábamos algún “show” berretongo.

El “cabaré” se llamaba “El Hornero” y estaba ubicado sobre ruta nacional Nº8 camino a Buenos Aires; su propietario era un tal "Pepe", un carnicero que era más popular por sus actividades en el submundo prostibulario que por su oficio. Antes de avanzar conviene aclarar que el nombre “El Hornero”, se debía a que la casa de construcción, precaria, tenía sobre el dintel de entrada a dos aguas, la casita de un hornero.

El lugar era de lo más lúgubre y desagradable que pueda uno imaginarse. Cuando llegamos había unos agentes de policía (de civil, pero conocidos por todo el pueblo) que pedían identificación a los que entraban, característica común de entonces. Recuerdo que una noche estábamos por entrar y delante nuestro había unos veteranos habitué, que a medida que iban entrando daban a conocer su identidad que los canas anotaban (no se sabía qué, porque no se veía un carajo) en una libreta. Entre los de la fila estaba el petiso Castells, un solterón de buena onda que frecuentaba todos estos tugurios -y de paso- le calmaba los nervios a las despechadas que encontraba a su paso. Decían que el petiso cargaba una buena pila, pero eso está en duda, lo que sí tenía cargada era la billetera. Cuando le tocó le tocó entrar se identificó como Ernesto Borgarino, y el cana que tomaba nota, volvió a preguntar: “¡¿Ernesto qué?!”, "Borgarino", respondió Castells y se mandó al tugurio.

Pero el tema se complicó más tarde, cuando de pronto se oyó un ruido estruendoso fuera del local, parecía como que algo se hubiera caído y sacudió el boliche y se cortó la luz. Entre una linterna pedorra, más algunos encendedores y fósforos que apenas iluminaban el ambiente, logramos salir para ver qué carajo había pasado. Lo raro era que la chata de la cooperativa estaba con las luces encendidas bien frente al local mientras el empleado intentaba recuperar la escalera que estaba tirada en el suelo con la columna del medidor hecho pelotas. El empleado era Rodolfo G., que esa noche había estado en la cena de despedida y tomó la guardia a las 24 horas.

Resumiendo: El tipo, muy vago, sabía que a la madrugada íbamos a estar en el antro y para seguir la farra, no tuvo mejor idea que "inventar" un pedido “por falta de luz” en el cabaré “El Hornero” y hasta allá se fue para “solucionar” el problema.

Cuando llegó -seguramente muy adobado y -como siempre haciendo alharaca- apoyó la escalera contra el tapial del medidor (que no tenía soporte trasero) y apenas subió unos escalones, el excesivo peso del cuerpo tumbó la columna, cortó los cables y saltó el fusible.  La situación se tornó caótica y el puterío se alborotó. Entre una cosa y otra, con un poste que “alguien” en la emergencia proveyó, se amarró lo poco que quedaba de la columna, se conectaron los cables a la red y volvió la luz.

A todo esto, ya estaba despuntando el día y “El Pepe” puteaba enloquecido. El gordo le había arruinado el negocio de la noche más concurrida.

En otra despedida de soltero, sucedió que el organizador de la cena llevó en su auto dos kilos de harina y una docena de huevos, pero no se lo dijo a nadie para que fuera sorpresa.  La idea era embadurnar al novio después de la cena y seguir la farra en algún piringundín. Pasó que el programador se mamó y se olvidó de la harina y los huevos.  Al lunes siguiente nos enteramos de que el hombre había dejado el auto estacionado sobre la calzada frente a su casa porque no estaba en condiciones de embocar la puerta del garaje. La esposa muy hacendosa, se puso a limpiar la casa y cuando fue a barrer la vereda vio que adentro del auto estaban los paquetes de harina y los huevos. La mujer, que de por sí era tremendamente celosa, enfurecida y con escoba en mano, se fue hasta el dormitorio y le empezó a pegar escobazos mientras gritaba: “Así que ahora le llevás harina y huevos para que tu puta te haga una torta” El marido, quien todavía le duraba la resaca nocturna, no sabía qué estaba pasando y mucho menos lo que decía la mujer enloquecida. El pobre tipo se levantó a los tumbos y se fue a duchar tratando de adivinar el porqué de la locura de su mujer… El asunto se aclaró cerca del mediodía a la hora del almuerzo con los hijos.

De los cobradores a domicilio

El sistema de cobranza a domicilio tuvo vigencia hasta la década de los 80. Yo renuncié a la cooperativa en el año 1977 y para ese entonces la cobranza domiciliaria ya no estaba dando buenos resultados. En las grandes ciudades ya se había dejado de utilizar por dos motivos: la merma en la recaudación y por los asaltos a los cobradores. Siendo delegado gremial del equipo de cobradores, reclamé la implementación del sistema de cobranza en ventanilla, lo que fue descartado por la cooperativa aduciendo que para ello tenía que habilitar muchas ventanillas de cobro y por analogía ampliar el personal, algo que en la práctica demostró todo lo contrario. Por otra parte, el gremio tampoco estaba interesado porque, aducía, reduciría el plantel de personal, un absurdo contradictorio de ambas partes. Pero, como siempre, no se buscaba la eficiencia del servicio, sino salvaguardar las fuentes de trabajo, algo que ya había sucedido cuando se adquirió la computadora IBM que, contrariamente a lo pregonado, debió incrementarse el personal que tenía que preparar el trabajo para que la máquina trabajara con seguridad y eficiencia.

Volviendo a la cobranza, estaba establecido que, si el cobrador no lo encontraba al abonado en su casa o directamente éste no pagaba la factura, se le volvía a visitar a la semana siguiente. Si en la segunda vuelta sucedía lo mismo, se le dejaba un aviso con el importe y el horario de pago para hacerlo en ventanilla. Si el abonado no lo hacía antes de la emisión de la nueva factura, se lo visitaba al mes siguiente con las dos cuentas, entonces, debía pagar el total o bien abonarlas en ventanilla antes de una determinada fecha, para lo cual se le entregaba un aviso con fecha de vencimiento para su pago en la primera vuelta. A todo esto, el cobrador iba descargando semanalmente los deudores morosos (aquellos con dos facturas impagas que no habían ido a abonar en el tiempo estipulado en el aviso) y se lo entregaba al cajero para que las facturas quedaran en la oficina y se procediera a la intimación de pago o eventualmente al corte del servicio.

Cuando ingresé al plantel de cobradores, lo hice reforzando a los demás cobradores, vale decir que no tenía un recorrido fijo, sino que deambulaba por distintos sectores de la ciudad. Los cobradores con recorridos fijos conocían todas las alternativas y costumbres de cada abonado, lo que les hacía más ágil la recaudación porque sabían los horarios y días que debía visitarlos si quería recaudar. Esto no sucedía con el reemplazante, entonces había abonados que se quejaban porque les habían dejado el aviso ya que ellos siempre pagaban en el domicilio y ahora debían hacerlo por ventanilla. Esto y otros casos sucedían en estas circunstancias. Pero, vale aclararlo, los morosos eran siempre los mismos y generalmente los quejosos eran los de mayor poder adquisitivo. El trabajador era el que pagaba -en su gran mayoría- con puntualidad.

Aviso de pago

En ocasión de reemplazar al cobrador de la Avda. Brown, llegué a una casa donde me atendió una señorita muy mona. Como sus padres estaban ausentes, me pidió que le dejara el aviso para pagar por ventanilla. Como era mi primera visita, le dije que volvería a la semana siguiente, pero ella insistió en que le dejara el aviso, a pesar de decirle que mi obligación era volver a visitarla nuevamente, pero ella insistió en que le dejara la notificación, lo que así hice. Al día siguiente entra un señor y pregunta “Quiero ver al cobrador de calle Brown” A mí se me heló la sangre porque daba la impresión de que el hombre venía con alguna queja. Cuando le dijeron que fuera a mi ventanilla, el hombre se acercó y lo primero que me dijo fue que lo perdonara por no haberme pagado en el domicilio ya que ni él ni la esposa estaban en la casa y la hija no entendía nada de estas cosas. Le di las explicaciones del caso, pero el hombre no le dio importancia y nuevamente se disculpó por no haberme abonado la factura en término. Demás está decir que el alma se me volvió al cuerpo y que, si bien había muchos abonados como este señor, no eran de esta calidad.

El galgo que marcó su territorio

Una tarde en pleno verano me encontraba cobrando en el barrio Alejandro Gutiérrez, todavía bastante despoblado. Después de efectivizar el pago, el dueño de casa mi hizo algunas preguntas inherentes al consumo de energía, por lo que entablamos una breve conversación. De pronto sentí que algo tibio corría por una de mis piernas y noté que los pibes que estaban alrededor se mataban de risa. Cuando seguí mi recorrido, sentí que el pantalón se pegaba a mí pierna izquierda. Bajé la vista y vi que estaba todo mojado y los pibes seguían cagándose de risa. Un galgo que andaba husmeando me había echado una tremenda meada, seguramente atraído por el olor de una perrita que teníamos en casa. Cuando les conté a mis compañeros de trabajo, no me querían creer, aunque también se cagaron de risa.

Clemente Díaz

Algunos abonados de la zona rural fijaban un domicilio en la zona urbana donde debía ir a cobrase la factura. Otros venían puntualmente todos los meses y pagaban el consumo en ventanilla. Un día vino un señor a pagar la luz de un tal Clemente Díaz de la zona rural. Las facturas de la zona rural al igual que los morosos, estaban en poder del cajero. Como éste no lo tenía en su poder, comenzó a preguntarle a los cobradores si no lo tenían para cobrarlo en algún domicilio del ejido urbano, pero ninguno de los cobradores tampoco lo tenía.

Así estuvimos todos durante más de veinte minutos buscando y repreguntando sobre el lugar donde vivía Clemente Díaz a fin de tener una noción de quién podría tener la factura para cobrar. Pero todo era infructuoso. La factura no aparecía. En una de esas idas y venidas, uno de los cobradores volvió a preguntarle a la persona que por favor le repitiera el nombre y he aquí que el hombre en voz alta y como deletreando dijo: Rementeria. Apenas terminó, todos dijimos: “¡Ah! ¡No era Clemente Díaz, sino Rementeria”! Y el señor Rementería, era una persona muy conocida porque tenía un establecimiento rural de alto consumo. En el bullicio del ambiente, no fue posible escuchar con claridad el nombre del abonado, pero fue suficiente para crear confusión.

No tomés Gancia…”

…así me dijo Armando Peppino cuando me acerqué a la barra. Era la primera vez que iba a “La Bella Italia”, el nuevo bar al que concurrían mis compañeros de trabajo después que cerró su boliche el gallego Blanco, de calle Rivadavia en la cortada de San Martín. No entendí muy bien la advertencia, pero seguí su consejo y pedí un vino tinto. Luego continuamos hablando trivialidades. Era interesante conversar con Armando porque tenía un léxico muy particular para expresarse. Una manera que resultaba amena y agradable, porque mantenía su seriedad y no hacía alarde de sus ocurrencias, dejaba que los demás festejaran, mientras él se mantenía en sus trece. Armando estaba siempre informado de la actualidad política y teníamos afinidad en nuestras ideas, ambos éramos radicales. En medio de nuestra conversa, de pronto me dice: “Mirá hacia la barra y vas a ver por qué te dije que no tomaras Gancia”; cuando fijé la mirada en el barman, observé que se estaba hurgando la nariz muy entusiasmado. Más tarde, un parroquiano pidió un Gancia y el con los mismos dedos panaderos, le exprimió una rodaja de limón en el vaso…

Se descompuso el chancho.

Fue a fines del mes de diciembre (no recuerdo muy bien el año). Ese día nos íbamos a reunir en un almuerzo para despedir el año después de la jornada laboral. Era un día propio de la época, de calor agobiante e insoportable.

Debido a que era el último día hábil del año, cada uno hacía una revisión de sus actividades. En eso estaba el cajero haciendo el arqueo que, cabe señalar, tenía a su cargo la recaudación diaria de la cobranza y las facturas de los deudores morosos. Además, tenía que entregar la caja a quien lo iba a reemplazar porque tomaba su licencia anual.

El arqueo comenzó, y al cabo de varias horas de trabajo intenso, surgió una diferencia en la suma de las facturas a cobrar. Era una suma bastante importante. Por orden del subgerente, comenzaron a colaborar en la búsqueda del error varios empleados que habían terminado sus tareas. Se sumaron las facturas infinidad de veces, del derecho y al revés, de arriba hacia abajo, pero el error persistía. A raíz de esta situación, el cajero se fue al baño y se descompensó; lo tuvieron que sacar entre varios porque estaba desmayado. Fue ahí cuando Luis Quaranta, que estaba siempre listo para gastar bromas y darles un tinte particular a los acontecimientos que a diario sucedían en la oficina, comenzó a decir “Hay que llamar a Pacheco, hay que llamar a Pacheco”. Al oír esto, y en la creencia que era el médico del cajero, tomé la guía telefónica y comencé a buscar el número de Pacheco y se le canté a Edith Teglia que estaba al teléfono. Cuando Luis vio que Edith comenzó a discar, saltó para detenerla: “No, no llamés, porque es el veterinario”. Al cajero le decían “el chancho”.

Finalmente, la diferencia se encontró. Se trataba de una factura industrial de alto consumo, y el error fue descubierto cuando se inició la revisión factura por factura; ahí se detectó que el talón del comprobante estaba dado vuelta hacia adentro, como una solapa, y se salteaba cada vez que se sumaba. No obstante, el cajero no pudo irse de vacaciones hasta tanto se hiciera un arqueo general de todas las facturas cobradas y por cobrar y que estaban en poder de todos los cobradores y el cajero. Para ello intervinieron los auditores el primer día hábil del año nuevo.





[1] Un libro extraordinario que cuenta una relación entrañable y feroz: la del autor con el Partido Comunista Argentino. En forma de monólogos que acentúan su carácter dramático, Jorge Sigal cuenta su larga relación con el Partido Comunista argentino. Las escenas se desarrollan con una fluidez fuera de lo común y revelan sobre todo la historia de extraños desenlaces, crímenes políticos, lealtades y traiciones que acarreó el enfrentamiento de una creencia y una ideología con la dura realidad. Dirigidos a distintos interlocutores y audiencias (entre los que pueden contarse un analista y una comitiva de «camaradas»), cada uno de estos textos reunidos forma un conjunto notable, tanto por su valor narrativo como por su importancia testimonial. Especie de sueño heroico y pesadilla, «El día que maté a mi padre» es además el combate de un solo hombre contra una tribu de autoridades. Libro atrapante, esclarecedor, inolvidable. (Contratapa del libro)


Plantel personal de oficina año 1960 (foto tomada por el Dr. Benjamín Braier)






Un festejo en el club Central: 
De pie: Burgos, Burel y Gorosito
Sentados: Néstor País, Raúl Braghieri, Luis Di Martino y Juan Street


José Wallace, Oswaldo Latini, Carlos Martín, N. Myrga, Inocencio Vivas, Oscar Virelaude, Oscar Daix y Patricio O'Connell
Sentados: Marcelo Nievas, Luis Quaranta Edith Teglia, Salvador Virelaude, Ricardo Sartori
Pibes: Teglia y Virelaude





Celebración del 13 de julio, Día del trabajador de la electricidad - Hotel mayo

INAUGURACIÓN NUEVA SEDE SINDICAL

15 de agosto de 1968

Monseñor F. Antonio Rossi bendice las nuevas instalaciones









El locutor de la ceremonia inaugural fue el recordado Alberto Raies, aquí a la derecha


Afiliados, familiares e invitados a la inauguración del nuevo local - Agosto de 1965

Ingeniero José María Vieguer


Esta fotografía data del año 1958/59 en el Hotel Mayo

1) Myrga  2) Sartori 3) Suárez 4) San Esteban 5) Tartarelli 6) Raymundez 7) Latini 8) Quaranta 9) Marroquín 10) Teglia 11) Maciel 12) Cuiña 13) Federico 14) De Filippi 15) Páez 16) Martínez 17) Tavella 18) Sáez 19) Pagella 20) Santi 21) Tejeda 22) NN 23) Coente 24) Daix 25) Gasperini 26) Virelaude 27) Cachero 28) Martín 29) NN 30) Luna 31) NN 32) Gorosito

Las tres personas indicadas como NN las recuerdo, pero no así sus nombres.